Nunca me gustó Salgado y no porque hiciera imágenes muy bellas, si no porque condenó siempre a quienes retrató al sufrimiento, un sufrimiento sudaca y africano, que nunca tuvo nombre, ni posibilidades de ser otra cosa. Sus fotografías son como esculturas de La Piedad, que llora eternamente en mármol.
Apelan a los dolores del mundo, así genéricamente, y al ser un dolor genérico no hay quien responda. Por eso su obra es un ejemplo para occidente, porque pueden llorar en ella sin ensuciarse tanto.
De todas maneras pasa algo con él, y es que su figura heroica y ejemplarizante nos obliga a tener siempre una posición. Lo que ha pasado con Bresson y Ansel Adams, con Martin Parr y Bruce Gilden. Su obra ha estado desfigurada por el combate que en ella hay. Ya no la podemos ver sus matices porque la idea de genio que nos alumbra construye una estatua en tiempos en donde las estatuas son derrumbadas.
Sus libros gigantes, los documentales rimbombantes, las grandes exposiciones, su nombre, su nombre, su nombre y una Leica, su nombre en la historia, su nombre y su nombre, tal vez no me dejaron ver las maravillas del nordeste brasilero o el peso del mundo en los hombros de los trabajadores. Y eso terminó siendo hasta injusto tal vez con él mismo. Y creo que eso tiene que ver más con el mercado del arte que con el mismo Salgado. Desde que Duchamp puso ese sanitario la obra dejó de funcionar como mercancía porque perdió su utilidad y entonces pasó lo que pasó: el genio, su nombre y su historia de vida pasaron a ser la mercancía.
Salgado como mercancía, como icono pop del sufrimiento humano, como ejemplo ONU del ciudadano ilustre, me quitaron la posible experiencia de su trabajo. Al funcionar como marca, funciona en un público y se hace entonces una cuestión de gustos. PD: Muy chimba lo que hizo Salgado de cultivar ese bosquesote. Tal vez eso también lo debió hacer con sus proyectos.